domingo, 8 de abril de 2007

UN CUENTO MALDITO


Néstor Perlongher - Evita vive





1.

Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía,
bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado
yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás,
hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja
hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé,
ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos.
Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo
apareció el patrón: "Tres días de suspensión, por bochinchera". Qué me
importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a
ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya
venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin
mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda
sensual y me dijo algo así como: "Veníte que para vos también alcanza".
Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por
cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la
cosa que le dije: "Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?". El negro se
mordió un labio porque vio que yo había entrado en la sofocación, y a
mí, en esa época, cuando me venía una rabieta era terrible –ahora no
tanto, estoy, no sé, más armoniosa–. Pero en ese tiempo era lo que podía
decirse una marica mala, de temer. Ella me contestó, mirándome a los
ojos (hasta ese momento tenía la cabeza metida entre las piernas del
morocho y, claro, estaba en la penumbra, muy bien no la había visto):
"¿Cómo? ¿No me conocés? Soy Evita". "¿Evita?"–dije, yo no lo podía
creer– . "¿Evita, vos?" –y le prendí la lámpara en la cara. Y era ella
nomás, inconfundible con esa piel brillosa, brillosa, y las manchitas
del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal. Yo me
quedé como muda, pero claro, no era cosa de aparecer como una bruta que
se desconcierta ante cualquier visita inesperada. "Evita, querida" –ay,
pensaba yo–"¿no querés un poco de cointreau?" (porque yo sabía que a
ella le encantaban las bebidas finas). "No te molestes, querida, ahora
tenemos otras cosas que hacer, ¿no te parece?" "Ay, pero esperá", le
dije yo, "contáme de dónde se conocen, por lo menos". "De hace mucho,
preciosa, de hace mucho, casi como del África" (después Jimmy me contó
que se habían conocido hacía una hora, pero son matices que no hacen a
la personalidad de ella. ¡Era tan hermosa!) "¿Querés que te cuente cómo
fue?" Yo ansiosa, total igual tenía el encame asegurado: "Sí, sí, ay
Evita, ¿no querés un cigarrillo?", pero me quedé con las ganas para
siempre de enterarme de esa mentira (o me habrá mentido el negro, nunca
lo supe) porque Jimmy se pudrió de tanta charla y dijo: "Bueno, basta",
le agarró la cabeza –ese rodete todo deshecho que tenía– y se la puso
entre las piernas. La verdad es que no sé si me acuerdo más de ella o de
él, bueno, yo soy tan puta, pero de él no voy a hablar hoy, lo único que
el negro ese día estaba tan gozoso que me hizo gritar como una puerca,
me llenó de chupones, en fin. Después al otro día ella se quedó a
desayunar y mientras Jimmy salió a comprar facturas, ella me dijo que
era muy feliz, y si no quería acompañarla al Cielo, que estaba lleno de
negros y rubios y muchachos así. Yo mucho no se lo creí, porque si fuera
cierto, para qué iba a venir a buscarlos nada menos que a la calle
Reconquista, no les parece... pero no le dije nada, para qué; le dije
que no, que por el momento estaba bien, así, con Jimmy (hoy hubiera
dicho "agotar la experiencia", pero en esa época no se usaba), y que,
cualquier cosa, me llamara por teléfono, porque con los marineros,
viste, nunca se sabe. Con los generales tampoco, me acuerdo que dijo
ella, y estaba un poco triste. Después tomamos la leche y se fue. De
recuerdo me dejó un pañuelito, que guardé algunos años: estaba bordado
en hilo de oro, pero después alguien, no supe nunca quién, se lo llevó
(han pasado tantos, tantos). El pañuelito decía Evita y tenía dibujado
un barco. ¿El recuerdo más vivo? Bueno, ella, tenía las uñas largas muy
pintadas de verde –que en ese tiempo era un color muy raro para uñas– y
se las cortó, se las cortó para que el pedazo inmenso que tenía el
marinero me entrara más y más, y ella entretanto le mordía las tetillas
y gozaba, así de esa manera era como más gozaba.

2.

Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo
que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos 38 años,
rubia, un poco con aires de estar muy reventada, recargada de
maquillaje, con rodete... Yo le veía cara conocida y supongo que los
otros también, pero era un poco bobo, andaba con Jaime que se estaba
picando con Instilasa y yo le tenía la goma, se lo comenté en voz baja y
él me dijo algo así como: "cortála loco sabés que sí". Con los ojos en
blanco, parecía hacerlo de modo impersonal. Nos sentamos todos en el
piso y ella empezó a sacar joints y joints, el flaco de la droga le
metía la mano por las tetas y ella se retorcía como una víbora. Después
quiso que la picaran en el cuello, los dos se revolcaban por el piso y
los demás mirábamos. Jaime apenas me daba un beso largo, muy suave, para
eso sí que era genial, porque dos pendejos repálidos se rayaron
totalmente entre lo gay y la vieja y se fueron. Pero estaban los blues
en la puerta y a los cinco minutos se aparecieron todos con el
subcomisario inclusive, chau loco, acá perdimos, menos mal que no había
ningún menor porque Jaime había cumplido los 18 la semana pasada, pero
igual loco, le habíamos pedido el rouge a Evita y estábamos casi todos
pintados como puertas tipo Alice Cooper. Los azules entraron muy
decididos, el comi adelante y los agentes atrás, el flaco que andaba con
un bolsón lleno de pot le dijo: "Un momento, sargento" pero el cana le
dio un empujón brutal, entonces ella, que era la única mujer, se acomodó
el bretel de la solera y se alzó: "Pero pedazo de animal, ¿cómo vas a
llevar presa a Evita?" El ofiche pálido, los dos agentes sacaron las
pistolas, pero el comi les hizo un gesto que se volvieran a la puerta y
se quedaran en el molde. "No, que oigan, que oigan todos –dijo la yegua–
, ahora me querés meter en cana cuando hace 22 años, sí, o 23, yo misma
te llevé la bicicleta a tu casa para el pibe, y vos eras un pobre
conscripto de la cana, pelotudo, y si no me querés creer, si te querés
hacer el que no te acordás, yo sé lo que son las pruebas". (Chau, fue un
delirio increíble, le rasgó la camisa al cana a la altura del hombro y
le descubrió una verruga roja gorda como una frutilla y se la empezó a
chupar, el taquero se revolvía como una puta, y los otros dos que
estaban en la puerta fichando primero se cagaban de risa, pero después
se empezaron a llenar de pavor porque se dieron cuenta de que sí, que la
mina era Evita). Yo aproveché para chuparle la pija a Jaime delante de
los canas que no sabían qué hacer, ni dónde meterse: de pronto el flaco
del trafic entró en el circo y se puso a gritar: "Compañeros,
compañeros, quieren llevar presa a Evita" por el pasillo. La gente de
las otras piezas empezó a asomarse para verla, y una vieja salió
gritando: "Evita, Evita vino desde el cielo". La cosa es que los canas
se las tomaron, largaron a los dos pendejos que encima se hacían muy los
chetos, y ella se fue caminando muy tranquila con el flaco, diciéndole a
la gente que estaba en el patio primero y después en la puerta:
"Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por
este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus
descamisados". Chau loco, hasta los viejos lloraban, algunos se le
querían acercar, pero ella les decía: "Ahora debo irme, debo volver al
cielo" decía Evita. Nosotros nos quedamos quemando un poco más y ya nos
íbamos, entonces algunas tipas nos hicieron pasar a las habitaciones
para que les contáramos –las mismas que hasta hacía una hora nos habían
hecho una guerra que no podía ser–. Jaime y yo les hicimos toda una
historieta: ella decía que había que drogarse porque se era muy infeliz,
y chau, loco, si te quedabas down era imbancable. Claro, la gente no nos
entendía, pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo
public relations para tener un lugar no pálido donde tripear, no nos
importaba. Estábamos relocos y las viejas déle coparse con el llanto,
nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran, sí, total,
Evita iba a volver: había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería
repartirle un lote de marihuana a cada pobre para que todos los humildes
andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife.

3.

Si te digo dónde la vi la primera vez, te mentiría. No me debe
haber causado ninguna impresión especial, la flaca era una flaca entre
las tantas que iban al depto de Viamonte, todas amigas de un marica
joven que las tenía ahí, medio en bolas, para que a los guachos se nos
parara pronto. La cosa es que todos –y todas– sabían dónde podían
encontrarnos, en el snack de Independencia y Entre Ríos. Allí el putito
Alex nos mandaba, cada vez que podía, viejos y viejas, que nos adornaban
con un par de palos, así después a él le hacíamos gratis el favor y no
le andábamos afanando el grabador o las pilchas. De ésa me acuerdo por
cómo se acercó, en un Carabela negro manejado por un mariconcito rubio,
que yo ya me lo había garchado una vez en el Rosemarie. Con las pibas
estábamos haciendo pinta junto al puesto de flores, así que me llamó
aparte y me dijo: "Tengo una mina para vos, está en el coche." La cosa
era conmigo, nomás. Subí.

"Me llamo Evita, ¿y vos?" "Chiche", le contesté. "Seguro que no sos
un travesti, preciosura. A ver, ¿Evita qué?". "Eva Duarte", me dijo "y
por favor, no seas insolente o te bajás". "¿Bajarme?, ¿bajárseme a mí?",
le susurré en la oreja mientras me acariciaba el bulto. "Dejáme tocarte
la conchita, a ver si es cierto". ¡Hubieras visto cómo se excitaba
cuando le metí el dedo bajo la trusa!

Así que fuimos al hotel de ella; el putito quiso ver mientras me
duchaba y ella se tiraba en la cama. También, con el pedazo que tengo,
hacen cola para mirarlo nomás. Ella era una puta ladina, la chupaba como
los dioses. Con tres polvachos la dejé hecha y guardé el cuarto para el
marica, que, la verdad, se lo merecía. La mina era una mujer, mujer.
Tenía una voz cascada, sensual, como de locutora. Me pidió que volviera,
si precisaba algo. Le contesté no, gracias. En la pieza había como un
olor a muerta que no me gustó nada. Cuando se descuidó abrí un estuche y
le afané un collar. Para mí que el puto Francis se dio cuenta, pero no
dijo nada. Cuando me lo terminé de garchar me dijo, con la boca
chorreando leche: "Todos los machos del país te envidiarían, chiquito;
te acabás de coger a Eva". Ni dos días habían pasado cuando llego a casa
y me encuentro a la vieja llorando en la cocina, rodeada por dos canas
de civil. "Desgraciado –me gritó–. ¿Cómo pudiste robar el collar de
Evita?"

La joya estaba sobre la mesa. No la había podido reducir porque,
según el Sosa, era demasiado valiosa para comprarla él y no me quería
estafar. Los de Coordina no me preguntaron nada: me dieron una paliza
brutal y me advirtieron que si contaba algo de lo del collar me
reventaban. De esa esquina y del depto de los trolos los vagos nos
borramos. Por eso los nombres que doy acá son todos falsos.

Néstor Perlongher











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