jueves, 7 de junio de 2007

ARTAUD: VAN GOGH, EL SUICIDADO POR LA SOCIEDAD



Introducción

Se puede proclamar la buena salud mental de Van Gogh que durante toda su vida sólo se hizo asar una de las manos y, fuera de esto, no pasó de cortarse la oreja izquierda, en un mundo en que todos los días la gente come vagina cocinada con salsa verde, o sexo de recién nacido flagelado y enfurecido tomado tal como sale del sexo materno. Y no se trata de una imagen, sino de un hecho muy frecuente, repetido a diario, y cultivado en toda la extensión de la tierra. Es así como se mantiene -por delirante que pueda parecer tal afirmación -la vida presente en su vieja atmósfera de estupro, de anarquía, de desorden, de desvarío, de descalabro, de locura crónica, de inercia burguesa, de anomalía psíquica (pues no es el hombre sino el mundo el que se ha vuelto anormal), de deshonestidad deliberada e insigne hipocresía, de sucio desprecio por todo lo que presunta nobleza, de reivindicación de un orden enteramente basado en el cumplimiento de una primitiva injusticia, en resumen, de crimen organizado. Las cosas van mal porque le conciencia enferma tiene el máximo interés, en este momento, en no salir de su enfermedad. Así es como una sociedad deteriorada inventó la psiquiatría para defenderse de las investigaciones de algunos iluminados superiores cuyas facultades de adivinación le molestaban. Gerard de Nerval no era loco, pero lo acusaron de serlo con la intención de arrojar descrédito sobre determinadas revelaciones fundamentales que se aprestaba a hacer, y además de acusarlo, una noche lo golpearon en la cabeza -materialmente golpeado en la cabeza- para que perdiera el recuerdo de los hechos monstruosos que iba a revelar y que, por efecto del golpe, pasaron, dentro de él, al plano supranatural; porque toda la sociedad, secretamente confabulada contra su conciencia, era bastante fuerte en ese momento como para hacerle olvidar su realidad. No, Van Gogh no era loco, pero sus cuadros constituían mezclas incendiarias, bombas atómicas, cuyo ángulo de visión, comparado con el de todas las pinturas que hacían furor en la época, hubiera sido capaz de trastornar gravemente el conformismo larval de la burguesía del Segundo Imperio, y de los esbirros de Thiers, de Gambetta, de Félix Faure tanto como los de Napoleón III. Porque la pintura de Van Gogh no ataca a cierto conformismo de las costumbres, sino al de las instituciones mismas. Y hasta la naturaleza exterior, con sus climas, sus mareas y sus tormentas equinocciales, ya no puede, después del paso de Van Gogh por la tierra, conservar la misma gravitación. Con mayor motivo en el plano de lo social, las instituciones se disgregan, y la medicina semeja un cadáver inutilizable y descompuesto que declara loco a Van Gogh. Frente a la lucidez de Van Gogh en acción, la psiquiatría queda reducida a un reducto de gorilas, realmente obsesionados y perseguidos, que sólo disponen, para mitigar los más espantosos estados de angustia y opresión humana, de una ridícula terminología, digno producto de sus cerebros viciados. En efecto, no hay psiquiatra que no sea un notorio erotómano. Y no creo que la regla de la erotomanía inveterada de los psiquiatras sea pasible de ninguna excepción. Conozco uno que se rebeló, hace algunos años, ante la idea de verme acusar en bloque al conjunto de insignes crápulas y embaucadores patentados al que pertenecía. En lo que me a mí respecta, señor Artaud -me decía- no soy erotómano, y lo desafío a que presente una sola prueba para fundamentar su acusación. No tengo más que presentarlo a usted mismo, Dr. L..., como prueba; lleva el estigma en la jeta, pedazo de cochino inmundo. Tiene la facha de quien introduce su presa sexual bajo la lengua y después le da vuelta como a una almendra, para hacer la higa a su modo. A esto lo llaman sacar su buena tajada y quedar bien. Si en el coito no logra ese cloqueo de la glotis del modo que usted tan a fondo conoce, y al mismo tiempo el gorgoteo de la faringe, el esófago, la uretra y el ano, usted no se considera satisfecho. En el curso de esas sacudidas orgánicas internas, ha adquirido usted cierta propensión que es testimonio encarnado de un estupro inmundo, que usted cultiva de año en año, cada vez más, porque socialmente hablando, no cae bajo la férula de la ley, pero cae bajo la férula de otra ley cuando sufre entera la conciencia lesionada, porque al comportarse usted de ese modo, le impide respirar. Mientras por un lado usted dictamina que la conciencia en actividad constituye delirio, por otro estrangula con su innoble sexualidad. Y ése es, precisamente, el plano en el que el pobre Van Gogh era casto, casto como no pueden serlo ni un serafín ni una virgen, porque son precisamente ellos los que han fomentado y alimentado en sus orígenes la gran máquina del pecado. Por otra parte, quizás pertenezca usted, Dr. L..., a la raza de los serafines inicuos, pero por favor, deje a los hombres tranquilos, el cuerpo de Van Gogh, libre de todo pecado, también estuvo libre de la locura que, por otra parte, sólo se origina en el pecado. Y conste que no creo en el pecado católico, pero creo en el crimen erótico del que justamente todos los genios de la tierra, los auténticos alienados de los asilos, se han abstenido, o, en caso contrario, es porque no eran (auténticamente) alienados. ¿Qué se entiende por auténtico alienado? Es un hombre que prefiere volverse loco -en un sentido social de la palabra- antes que traicionar una idea superior del honor humano. Pues un alienado es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables. Pero en este caso la internación no es el arma exclusiva, porque la confabulación de los hombres tiene otros medios para someter a las voluntades que pretende quebrar. Fuera de las pequeñas hechicerías de los brujos de pueblo están los grandes pases de hechizo colectivo en los que toda la conciencia en estado de alarma interviene periódicamente. Así es como con motivo de la guerra, de una revolución, de un cataclismo social todavía en germen, la conciencia unánime es interrogada y se interroga, y llega a emitir su propio juicio. También puede suceder que se le haya incitado a salir de sí misma en ciertos casos individuales resonantes. Así es como hubo hechizos unánimes en los casos de Baudelaire, Edgar Poe, Gerard de Nerval, Nietzsche, Kierkegaard, Hölderlin, Coleridge,y lo hubo en el caso de Van Gogh. Eso puede ocurrir durante el día, pero habitualmente ocurre de noche. Así es como extrañas fuerzas son elevadas y conducidas a la bóveda astral, a esa especie de cúpula sombría que, por encima de la respiración humana general, configura la venenosa agresividad del espíritu maléfico de la mayor parte de las gentes. Así es como las escasas y bien intencionadas voluntades lúcidas que ha tenido que debatirse en la tierra, se ven a sí mismas, en ciertas horas del día o de la noche, profundamente sumidas en auténticos estados de pesadilla en vela, rodeadas de la formidable succión, de la formidable opresión tentacular de una especie de magia cívica que no tardará en aparecer abiertamente en las costumbres. Confrontado con esa inmundicia unánime que de un lado tiene al sexo y del otro a la masa, u otros análogos ritos psíquicos, como base o puntal, no es índice de ningún delirio el pasearse de noche con un sombrero coronado por doce bujías para pintar un paisaje al natural;¿pues de qué otro modo habría podido el pobre Van Gogh iluminarse?, como bien lo hizo notar en cierta oportunidad nuestro amigo el actor Roger Blin. En lo que respecta a la mano asada, se trata de un heroísmo puro y simple; y en cuanto a la oreja cortada no se trata más que de lógica directa, e insisto: a un mundo que tanto de día como de noche, y cada vez más, come lo incomible para dirigir su maléfica voluntad al logro de sus fines, sobre este punto no le queda más remedio que enmudecer.


Post-scriptum


Van Gogh no murió a causa de una definida condición delirante, sino por haber llegado a ser corporalmente el campo de acción de un problema a cuyo alrededor se debate, desde los orígenes, el espíritu inicuo de esta humanidad, el del predominio de la carne sobre el espíritu, o del cuerpo sobre la carne, o del espíritu sobre uno u otra. ¿y dónde está, en este delirio, el lugar del yo humano? Van Gogh buscó el suyo durante toda su vida, con energía y determinación excepcionales. Y no se suicidó en un ataque de insanía, por la angustia de no llegar a encontrarlo, por el contrario, acababa de encontrarlo, y de descubrir qué era y quién era él mismo, cuando la conciencia general de la sociedad, para castigarlo por haberse apartado de ella, lo suicidó. Y esto le aconteció a Van Gogh como acontece habitualmente con motivo de una bacanal, de una misa, de una absolución, o de cualquier otro rito de consagración, de posesión, de sucubación o de incubación. Así se produjo en su cuerpo esta sociedad absuelta consagrada santificada y poseída borró en él la conciencia sobrenatural que acababa de adquirir, y como una inundación de cuervos negros en las fibras de su árbol interno, lo sumergió en una última oleada, y tomando su lugar, lo mató. Pues está en la lógica anatómica del hombre moderno, no haber podido jamás vivir, ni pensar en vivir, sino como poseído.


El suicidado por la sociedad

Durante mucho tiempo me apasionó la pintura lineal pura hasta que descubrí a Van Gogh, quien pintaba, en lugar de líneas y formas, cosas de la naturaleza inerte como agitadas por convulsiones. E inerte. Como bajo el terrible embate de esa fuerza de inercia a la que todos se refieren con medias palabras, y que nunca ha sido tan oscura como desde que la totalidad de la tierra y de la vida presente se combinaron para esclarecerla. Ahora bien, con mazazos, realmente mazazos los que Van Gogh aplica sin cesar a todas las formas de la naturaleza y a los objetos. Cardados por el punzón de Van Gogh, los paisajes exhiben su carne hostil, el encono de sus entrañas reventadas, que no se sabe, por lo demás, qué fuerza insólita está metamorfoseando. Una exposición de cuadros de Van Gogh es siempre una fecha culminante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la misma historia histórica. Pues no hay hambre, epidemia, erupción volcánica, terremoto, guerra, que aparten las mónadas del aire, que retuerzan el pescuezo a la cara torva de fama fatum, el destino neurótico de las cosas, como una pintura de Van Gogh, -expuesta a la luz del día,colocada directamente ante la vista, el oído, el tacto, el aroma, en los muros de una exposición-, lanzada por fin como nueva a la actualidad cotidiana, puesta otra vez en circulación. En la última exposición en el Palacio de l'Orangerie no se exhibieron todas las telas de gran formato del desventurado pintor. Pero había, entre las que estaban, suficientes desfiles giratorios tachonados con penachos de plantas de carmín, caminos desiertos coronados por un tejo, soles violáceos que giraban sobre parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo", y retratos de Van Gogh por Van Gogh, para recordar de que mísera simplicidad de objetos, personas, materiales, elementos, Van Gogh extrajo esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación. Van Gogh extrajo esas calidades de sones de órgano, esos fuegos artificiales, esas epifanías atmosféricas, esa "Gran Obra", en fin, de una permanente e intempestiva transmutación. Los cuervos pintados dos días antes de su muerte no le abrieron más que sus otras telas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero abren a la pintura pintada, o más bien a la naturaleza no pintada, la puerta oculta de un más allá posible, de una permanente realidad posible, a través de la puerta abierta por Van Gogh hacia un enigmático y pavoroso más allá. No es frecuente que un hombre, con un balazo en el vientre del fusil que lo mató, ponga en una tela cuervos negros, y debajo una especie de llanura, posiblemente lívida, de cualquier modo vacía, en la que el color de borra de vino de la tierra se enfrenta locamente con el amarillo sucio del trigo. Pero ningún otro pintor, fuera de Van Gogh, hubiera sido capaz de descubrir, para pintar sus cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "comilona fastuosa" y a la vez como excremencial, de las alas de los cuervos sorprendidos por los resplandores declinantes del crepúsculo. ¿Y de qué se queja la tierra aquí, bajo las alas de los faustos cuervos, faustos sólo, sin duda, para Van Gogh y, además, fastuoso augurio de un mal que ya no ha de concernirle? Pues hasta entonces nadie como él había convertido a la tierra en ese trapo sucio empapado en sangre y retorcido para escurrir vino. En el cuadro hay un cielo muy bajo, aplastado, violáceo como los márgenes del rayo. La insólita franja tenebrosa del vacío se eleva en relámpago. A pocos centímetros de lo alto y como proveniente de lo bajo de la tela Van Gogh soltó los cuervos cual si soltara los microbios negros de su bazo suicida, siguiendo el tajo negro de la línea donde el batir de su soberbio plumaje hace pesar sobre los preparativos de la tormenta terrestre la amenaza de una sofocación desde lo alto. Y, sin embargo, todo el cuadro es soberbio. Cuadro soberbio, suntuoso y sereno. Digno acompañamiento para la muerte de aquel que, en vida, hizo girar tantos soles ebrios sobre tantas parvas rebeldes al exilio y que, desesperado, con un balazo en el vientre, no pudo dejar de inundar con sangre y vino un paisaje, empapando la tierra con una última emulsión, radiante y tenebrosa a un tiempo, que sabe a vino agrio y a vinagre picado. Por eso el tono de la última tela pintada por Van Gogh, el más pintor de todos los pintores, es que, sin salirse de lo que se denomina y es pintura, sin apartarse del tubo, del pincel, del encuadre del motivo y de la tela sin recurrir a la anécdota, al relato, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza intrínseca del tema y del objeto, llegó a infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal medida que cualquier cuento fabuloso de Edgar Poe, de Herman Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim d'Arnim o de Hoffmann, no superan en nada, dentro del plano psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos, sus telas, por otra parte, casi todas de moderadas dimensiones, como respondiendo a un propósito deliberado. La candela encendida, sobre el sillón de paja verde, pareciera indicar la línea de demarcación luminosa que separa las dos individualidades antagónicas de Van Gogh y Gauguin. El motivo estético de su disputa, podría no ofrecer interés si se lo relatara, pero serviría para señalar una fundamental escisión humana entre las personalidades de Van Gogh y Gauguin. Pienso que Gauguin creía que el artista debía buscar el símbolo, el mito, agrandar las cosas de la vida hasta la dimensión del mito. Mientras que Van Gogh creía que hay que aprender a deducir el mito de las cosas más pedestres de la vida, y según yo pienso, carajo que estaba en lo cierto. Pues la realidad es extraordinariamente superior a cualquier relato, a cualquier fábula, a cualquier divinidad, a cualquier superrealidad. No se necesita más que el genio de saber interpretarla. Lo que ningún pintor, antes que el pobre Van Gogh, había hecho, lo que ningún pintor volverá a hacer después de él, pues yo creo que esta vez, hoy mismo, ahora, en este mes de febrero de 1947, es la realidad misma, el mito de la realidad misma, la realidad mística misma, la que está en vías de incorporarse. Así nadie, después de Van Gogh, ha sabido sacudir el gran címbalo, el timbre suprahumano según el orden rechazado que hace sonar los objetos de la vida real, cuando se ha aprendido a aguzar suficientemente el oído para advertir la hinchazón de su macareo. De ese modo resuena la luz de la candela, la luz de la candela como la respiración de un cuerpo amante frente al cuerpo de un enfermo dormido. Resuena como una crítica extraña, un juicio profundo y sorprendente, del cual es probable que Van Gogh pueda permitirnos presumir el fallo más tarde, mucho más tarde, el día en que la luz violeta del sillón de paja haya logrado sumergir totalmente el cuadro. Y no se pude dejar de advertir esa cortadura de luz lila que muerde los travesaños del gran sillón torvo, del viejo sillón esparrancado de paja verde, aunque no se la descubra a la primer mirada. Pues el foco está como ubicado en otra parte, y su fuente es extrañamente oscura, como secreto del cual sólo Van Gogh habría conservado la llave. No necesito interrogar a la Gran Plañidera para que me diga de qué supremas obras maestras se hubiera enriquecido la pintura si Van Gogh no hubiese muerto a los 37 años, pues no puedo resolverme, después de "Los cuervos", a creer que Van Gogh hubiera pintado un cuadro más. Creo que murió a los 37 años porque había, ay, llegado al término de su fúnebre y lamentable historia de agarrotado por un espíritu maléfico. Pues no fue por sí mismo, por efecto de su propia locura, que Van Gogh abandonó la vida. Fue por la presión, dos días antes de su muerte, de ese espíritu maléfico que se llamaba doctor Gachet, improvisado psiquiatra, causa directa, eficaz y suficiente de esa muerte. Leyendo las cartas de Van Gogh a su hermano he llegado a la firme y sincera convicción de que el doctor Gachet, "psiquiatra", detestaba en realidad a Van Gogh, pintor, y que lo detestaba como pintor, pero por encima de todo como genio. Es casi imposible ser a la vez médico y hombre honrado, pero es vergonzosamente imposible ser psiquiatra sin estar al mismo tiempo marcado a fuego por la más indiscutible insanía: la de no poder luchar contra ese viejo reflejo atávico de la turba que convierte a cualquier hombre de ciencia aprisionado en la turba, en una especie de enemigo nato e innato de todo genio. La medicina ha nacido del mal, si no ha nacido de la enfermedad, y si, por el contrario, ha provocado y creado por completo la enfermedad para darse una razón de ser; pero la psiquiatría ha nacido de la turba plebeya de los seres que han querido conservar el mal de la fuente de la enfermedad, y que han arrancado así de su propia nada una especie de guardia suizo para liquidar en su base el impulso de rebelión reivindicatoria que está en el origen de todo genio. En el alienado hay un genio incomprendido que cobija en la mente una idea que produce pavor, y que sólo puede encontrar en el delirio un escape a las opresiones que le prepara la vida. El doctor Gachet no le decía a Van Gogh que estaba allí para rectificar su pintura (como le oí decir al doctor Gastón Ferdière, médico-jefe del asilo de Rodez, que estaba allí para rectificar mi poesía), pero lo enviaba a pintar al natural, a sepultarse en un paisaje para evitarle la tortura de pensar. Ahora bien, tan pronto como Van Gogh volvía la cabeza, el doctor Gachet le cerraba el conmutador del pensamiento. Como sin querer la cosa, pero mediante uno de esos despectivos e insignificantes fruncimientos de nariz en los que todo el inconsciente burgués de la tierra ha inscripto la antigua fuerza mágica de un pensamiento cien veces reprimido. Al hacer esto no solamente el doctor Gachet impedía los daños del problema, sino la siembre azufrada, el tormento del punzón que gira en la garganta del único paso, con el que Van Gogh tetanizado. Van Gogh suspendido sobre el abismo del aliento, pintaba. Pues Van Gogh era una sensibilidad terrible. Para convencerse no hay más que echar una mirada a su rostro siempre como jadeante, y, desde cierto ángulo, también hechizante, de carnicero. Como el del antiguo carnicero tranquilizado, y ahora retirado de los negocios, ese rostro en sombras me persigue. Van Gogh se representó a sí mismo en gran número de telas, y por bien iluminadas que estuvieran siempre tuve la penosa impresión de que les habían hecho mentir acerca de la luz, que habían quitado a Van Gogh una luz indispensable para cavar y trazar su camino dentro de sí. Y ese camino, no era sin duda el doctor Gachet el capacitado para indicárselo. Pero como ya dije, en todo psiquiatra viviente hay un sórdido y repugnante atavismo que le hace ver en cada artista, en cada genio, a un enemigo. Y no ignoro que el doctor Gachet ha dejado en la historia, con relación a Van Gogh, que él atendía, y que terminó por suicidarse en su casa, la impresión de haber sido su último amigo en la tierra, algo así como un consolador providencial. Sin embargo creo más que nunca que es el doctor Gachet, de Auvers-sur-Oise, a quien Van Gogh debe, el día que se suicidó en Auvers-sur-Oise, debe, repito, el haber dejado la vida, pues Van Gogh era una de esas naturalezas dotadas de lucidez superior, que les permite, en cualquier circunstancia, ver más allá, infinita y peligrosamente más allá de lo real inmediato y aparente de los hechos. Quiero decir, más allá de la conciencia que la conciencia ordinariamente conserva de los hechos. En el fondo de sus ojos, como depilados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin descanso a una de esas operaciones de alquimia sombría que toman a la naturaleza por objeto y al cuerpo humano por marmita o crisol. Y sé que según el doctor Gachet esas cosas a Van Gogh lo fatigaban. Lo que no era en el doctor el resultado de una simple preocupación médica, sino la manifestación de celos tan conscientes como inconfesados. Porque Van Gogh había alcanzado ese estado de iluminación en el cual el pensamiento en desorden refluye ante las descargas invasoras de la materia, en el cual el pensar ya no es consumirse, y ni siquiera es, y en el cual no queda más que reunir cuerpos, mejor dicho ACUMULAR CUERPOS. No es el mundo de lo astral sino el de la creación directa el que se recupera de ese modo, más allá de la conciencia y del cerebro. Y jamás vi que un cuerpo sin cerebro se fatigara por paneles inertes. Paneles de lo inerte son esos puentes, esos girasoles, esos tejos, esas recolecciones de olivas, esas siegas de heno. Ya no se mueven. Están congelados. Pero quién podría soñarlos más duros bajo el tajo seco que pone al descubierto su impenetrable estremecimiento. No, doctor Gachet, un panel nunca ha fatigado a nadie. Son energías frenéticas en reposo, que no determinan agitación. Yo estoy como el pobre Van Gogh; también he dejado de pensar, pero dirijo, cada día de más cerca, formidables ebulliciones internas, y sería digno de verse que un médico cualquiera viniera a reprocharme que me fatigo. Alguien debía a Van Gogh cierta suma de dinero, y a propósito de esto la historia nos dice que Van Gogh se hacía mala sangre desde varios días atrás. Las naturaleza superiores son proclives -siempre situadas un tramo por encima de lo real-, a explicarlo todo por el influjo de una conciencia maléfica, a creer que nada es debido al azar, y que todo lo que sucede de malo se debe a una voluntad maléfica, consciente, inteligente y concertada. Cosa que los psiquiatras no creen jamás. Cosa que los genios creen siempre. Cuando estoy enfermo, es porque estoy embrujado, y no puedo considerarme enfermo si no admito, por otra parte, que alguien tiene interés en arrebatarme la salud y obtener provecho de mi salud. También Van Gogh creía estar embrujado y lo decía. En lo que a mí respecta creo firmemente que lo estuvo, y un día diré dónde y cómo sucedió. El doctor Gachet fue el grotesco cancerbero, el sanioso y purulento cancerbero, de chaqueta azul y tela almidonada, puesto ante el mísero Van Gogh para arrebatarle sus sanas ideas. Pues si tal manera de ver, que es sana, se difundiera universalmente, la sociedad ya no podría vivir, pero yo sé cuáles héroes de la tierra encontrarían su libertad. Van Gogh no supo sacudirse a tiempo esa especie de vampirismo de la familia, interesada en que el genio de Van Gogh pintor se limitara a pintar, sin reclamar, al mismo tiempo, la revolución indispensable para el desarrollo corporal y físico de su personalidad de iluminado. Y entre el doctor Gachet y Théo, el hermano de Van Gogh, hubo muchos de esos hediondos conciliábulos entre familiares y médicos jefes de los asilos de alienados, concernientes al enfermo que tienen entre manos. "Vigílelo para que ya no tenga esa clase de ideas". "Te das cuenta, el doctor lo ha dicho, tienes que desprenderte de esa clase de ideas". "Te hace daño pensar siempre en ellas; te quedarás internado para toda la vida". "Pero no, señor Van Gogh, vamos, convénzase usted, todo es pura casualidad; y además no está bien querer examinar así los secretos de la providencia. Yo conozco al señor Fulano de Tal, es una excelente persona; su espíritu de persecución lo lleva a usted a creer que él practica la magia en secreto". "Le han prometido pagarle esa suma y se la pagarán. No puede usted continuar obstinado de tal modo en atribuir ese retardo a mala voluntad". Todas ésas son suaves pláticas de psiquiatra bonachón, que parecen inofensivas, pero que dejan en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra, la lengüita negra anodina de una salamandra venenosa. Y algunas veces no se necesita nada más para inducir a un genio a suicidarse. Sobrevienen días en que el corazón siente tan terriblemente la falta de salida, que lo sorprende, como un mazazo en la cabeza, la idea de que ya no podrá ir adelante. Pues fue precisamente después de una conversación con el doctor Gachet que Van Gogh, como si nada pasara, entró en su cuarto y se suicidó. Yo mismo he estado 9 años en un asilo de alienados y nunca tuve la obsesión del suicidio, pero sé que cada conversación con un psiquiatra, por la mañana a la hora de la visita, me hacía surgir el deseo de ahorcarme, al comprender que no podría degollarlo. Y Théo era quizás muy bueno para su hermano, desde el punto de vista material, pero eso no le impedía considerarlo un delirante, un iluminado, un alucinado, y se obstinaba, en lugar de acompañarlo en su delirio, en calmarlo. Que después haya muerto de pesar, no cambia en nada la cosa. Lo que a Van Gogh le importaba más en el mundo era su idea de pintor, su terrible idea fanática, apocalíptica de iluminado. El mundo debía someterse al mandato de su propia matriz, retomar su ritmo comprimido, antipsíquico de festival secreto en lugar público y, delante de todos, volver a ser puesto en el crisol sobrecalentado. Eso quiere decir que el Apocalipsis, la consumación de un Apocalipsis se incuba en este momento en las telas del viejo Van Gogh martirizado, y que la tierra tiene necesidad de él para lanzar coces con pies y cabeza. No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno. Y para salir del infierno prefiero las naturalezas de ese convulsionario tranquilo, a las hormigueantes composiciones de Breughel el viejo o de Jerónimo Bosch que frente a él no son más que artistas, allí donde Van Gogh no es sino un pobre ignorante empeñado en no engañarse. Pero cómo hacer comprender a un sabio que hay algo definitivamente desordenado en el cálculo diferencial, la teoría de los quanta o las obscenas y tan torpemente litúrgicas ordalías de la precisión de los equinoccios, frente a ese edredón de un rosa de camarones que Van Gogh hace espumar tan suavemente en el lugar elegido de su cama, frente a la pequeña insurrección de un verde Veronés o de un azul que empapa esa barca ante la cual una lavandera de Auvers-sur-Oise se incorpora después del trabajo, frente también a ese sol atornillado detrás del ángulo gris del campanario del pueblo, en punta, allá en el fondo de esa enorme masa de tierra que, en el primer plano de la música, busca la ola donde congelarse.

O VIO PROFE,

O VIO PROTO,

O VIO LOTO,

O THETÉ.

¡Para qué describir un cuadro de Van Gogh! Ninguna descripción intentada por quienquiera que sea podrá equipararse a la simple alineación de objetos naturales y de tintas a la que se entrega Van Gogh mismo, tan grande escritor como pintor y que transmite a propósito de la obra que describe la impresión de la más desconcertante autenticidad.
Antonin Artaud

2 comentarios:

Uno, trino y plural dijo...

Genial, doble y triplemente genial.

Juguete Rabioso dijo...

Maravilloso.

¿la traducción del texto a cargo de quién?