sábado, 9 de octubre de 2010

Leonor García Hernando - Poemas


Hablábamos de poetas franceses
y aquí un muchacho era arrojado al río atado con el mantel
de la casa.


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en la mesa familiar mi padre no tenía silla.
Él comía parado, erguido sobre el mármol como un monumento fúnebre;
pero su voz era alegre y ronca
y le gustaba relatar los condimentos usados al preparar el almuerzo
porque mi padre era quien cocinaba en casa

Tiempo atrás él degollaba gallinas en la pileta del lavadero
y tapaba los chillidos del animal con el ruido del agua
Con mi madre compartían ese espacio.
Allí donde mi madre golpeaba la ropa
él golpeaba la cabeza de un pájaro feo y sin otra gracia que su entrega a una muerte cruenta.

Supe entonces que si era fea compartiría la suerte de unas plumas sangrientas
y así fue cierto
que mi garganta respira por el tajo.

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los tullidos de la ciudad se deslizan por esta vereda. Cuando mi boca se tuerce en mueca compasiva, ellos
se alejan sonriendo
sobre sus débiles piernas incompletas.


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No deberíamos ser más astutos que la vida. Advertir la trampa
suma a la caída, la humillación

ahora la botella impregna la mesa con su sombra angosta.
Tardaré en alzar el plato. La comida fue escasa y las sobras en el mantel me tranquilizan.
Los días se saturan de estos detalles. Es la sumisión del cautivo
imágenes de vicios:
el cigarrillo que se consume a un costado de la boca
o la mínima felicidad que inspiran las tazas acomodadas en el estante.

Recoge el telón sobre tus hombros, el cabellos en trenzas sobre tu nuca. Que los
pequeños lunares sean el estrellado cielo de la Osa Menor sobre la tierra helada
que el consuelo sea un relato de encaje tirado sobre tu corazón
tan esquivo es el aire que pide la boca

los ciclistas atraviesan la calle como un perfume de almendras quemadas
oscurecen el fondo de un pocillo
y es zozobra el pañuelo que agita el viento en la garganta.
Lo cómico es siempre una torción de tragedia, un cambio en su velocidad.
Uno de los ciclistas cayó en el asfalto y a la mancha de aceite se la ve brillar desde la altura
rezagos el tobillo parece sangrar
y otra mancha humedece la mancha de aceite que brilla.
Es perdido el cielo tras las nubes oscuras
y sin elegancia, incómodo, el ciclista vuelve a escapar en la calle vacía.

He perdido mi piloto en otro invierno
el agua se inquieta y la figura de piedra se inclina a beber en la plaza oscura.
Imágenes descoloridas agitan la ventana, como en la pantalla de un cine de provincias
aquella vez, en el trópico, con mi tía bajo un paraguas,
viendo “El bebé de Rosemarie” en el aguacero que repetía sus golpes de pequeño martillo de joyero en una
función al aire libre
provincias perros de ojos azules y las baldosas rojas de los patios

un paisaje de crímenes consumados.


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y ella dijo: no te daré mi muerte

como no te daré el pañuelo que anuda pequeños objetos rotos.
Seré otra historia de raras fauces un escalón de piedra alquitranada
pero no distraeré tu fastidiada mano con mi espalda,
ni me quitaré las medias para que conozcas el tamaño de mi pie.
Seré imprevista aún en tu melancolía
cuando retires tus dedos de los guantes y un deseo de frío,
de algo lastimado que rozar, los agite.

esta materia de la deformidad no quiere gestos

ligustro amargo para demorar mis sienes
y precarias tazas de arcilla donde beba mi alcohol blanco
y los días lluviosos de junio alzados en una terraza viva
pero no devuelvas mi cuerpo
envuelto por vendas que se deslizan como culebras pálidas
porque no te daré mi muerte
ni el pedido de agua de los lastimados
ni el estupor de los traicionados entre hierros curvos, en una estación de tren.

Dame el brindis en esa copa de hierro que asegura tu boca dame el desvío de paredes en la
celda.
Estoy atada al mástil del despecho en el pavimento ardido

bandera negra en plaza de armas blancas.


Leonor García Hernando.






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