Alcanzar la vida eterna. O por lo menos, la juventud eterna. Desde lo profundo de la Historia es el deseo primero y último, el que empuja a los hombres a la hazaña. Gilgamesh fue en busca de los mismos dioses para robarles el secreto de la inmortalidad. Fausto vendió su alma a cambio de juventud. Más de tres mil años separan al gran poeta anónimo del gran Goethe, pero el conflicto es el mismo: perdurar, a cualquier costo.. Por supuesto, la inmortalidad ya estaba más o menos prevista. "Creced y multiplicaos", "el llamado de la especie" y demás que nos hacen transmitir nuestra carga genética de generación en generación. Pero al humano no le basta con asegurar la continuidad de la especie: pretende la continuidad del individuo. Se anhela la eternidad de la carne. La materia ante todo.
Tan atractivo resulta ese estilo de inmortalidad que empujó a la ciencia a arrasar con sus propias fronteras. Así, lo que en una época fue literatura de ciencia-ficción, Crick y Watson demostraron que era nada más que química; Wilmut y Campbell dieron un paso más adelante y consiguieron replicar exactamente a Dolly desde el primer hasta el último nucleótido mediante lo que conocemos como clonación (del griego "klon": retoño). ¿Un pie en el umbral de la eternidad? Casi. Dejando de lado los molestos pruritos éticos y morales, podríamos arriesgarnos a decir que la eternización de los seres humanos está al alcance de la mano. Por lo menos, en su constitución genética o genotipo y su aspecto exterior o fenotipo. Conociendo a la especie, podemos asegurar que vamos por el buen (?) camino: hemos logrado fotocopiarnos.
Sólo que el fascsímil no basta. Es nada más que una "réplica parental", según la definición de C.J.Cherryh. Y no alcanza. Para que el ser perdure, debe perdurar también la mente. ¿Se puede clonar la mente? Se puede intentar. El programa no es sencillo ni económico. Deben reproducirse con precisión todos y cada uno de los instantes de la vida del "original", hasta los detalles nimios de un resfrío, una menarca temprana y una madre castradora o permisiva. Forzar su ocurrencia, si es necesario, para que la "réplica" se convierta en un nuevo "original", con toda la carga completa de experiencias que lo convierten en su antecesor. No tu padre o madre; ni siquiera un gemelo. Se trata de convertirte en la misma persona, con idénticas ideas, sentimientos, vicios y virtudes. Literalmente, renacer. Hemos atrapado a la eternidad.
Pero, ¿a qué precio? ¿Dónde queda el libre albedrío, si nos vemos obligados a revivir una y otra vez la vida del "original"? ¿Cuándo comienza la vida del nuevo ser, si debe repetir sin lugar a error la de otro a quien sucede? ¿Cómo escapar a esa planificación absoluta? El razonamiento del planificador es impecable y no habría modo de escapar, salvo por un pequeñísimo error. El error de Kant.
Sí, es cierto que nuestra percepción del mundo nos dice cómo es el mundo y que ella es la que genera el tiempo y la condición. No sabemos si somos la mariposa que soñó ser un hombre o el hombre que soñó que era mariposa, porque nuestros sentidos podrían estar engañándonos eternamente y nosotros no comprenderlo jamás. Pero hay algo respecto de lo cual es imposible engañarnos: nosotros mismos. Tenemos la experiencia directa, que no depende de nuestra percepción del exterior. Esa percepción sin intermediarios en la que en definitiva, dicta cómo somos, qué hacemos y cómo reaccionamos ante los estímulos que provienen de esa realidad individual que nos da nuestra percepción consciente. Se le escapó a Kant, lo pensó Schopenhauer, lo confirmó Freud.
Ese es el defecto que hará que la "réplica" sea, finalmente, distinta al "original". Que no respete sus deseos; que tenga nuevas ideas, diferentes, opuestas. Que, incluso, posea una moral y una comprensión de los hechos completamente diversas a las de su antecesor.
Esa es la lección de "Cyteen": la eternidad no tiene sentido para los humanos. No lo tiene porque de otro modo no habría evolución. Evolucionamos porque somos imperfectos y mortales. Intentamos mejorarnos con cada paso que da la especie, natural o artificial, pero siempre queremos más, nada más que porque no somos perfectos. La perfección es estasis; la inmortalidad y la eterna juventud son perfección. La perfección no crea, no avanza, no se reproduce. No necesita de clones. La evolución seguirá valiéndose de herramientas que ahora quizás nos parezcan inmorales o antiéticas, pero no se cortará los pies a sí misma.
¿Demasiada filosofía para un libro de ciencia-ficción? Es que la ciencia-ficción es hija dilecta de la filosofía, porque nadie es tan osado u osada como para responder a la pregunta por las causas primeras con el futuro, en lugar del pasado.
Cherryh propone en “Cyteen” un futuro humano probable y sin embargo, totalmente ajeno al de la madre Tierra. Un futuro en la que en el planeta natal queda poco espacio y ya hay generaciones que nacieron en el espacio exterior, muy lejos del sistema original, y con las mismas necesidades básicas que en la Tierra: crecer y multiplicarse para prosperar. La población natural y sus formas habituales de reproducción no son suficientes para poblar mundos hostiles, y se recurre a los úteros mecánicos y a la clonación de humanos y “azis”. Los azis también son tan de carne y hueso, y tan clones y objeto de manipulación genética como los humanos, pero la diferencia fundamental con éstos es su educación: reciben información a partir de programas específicos desde el mismo momento de su nacimiento. Semejante formación — que genera desde sirvientes de escasas luces y emociones estables hasta genios al borde de la locura, pasando por ejércitos soberbiamente preparados para exterminar y sobrevivir — no exime a los azis se ser “propiedad privada” de sus amos humanos. Son el equivalente futurístico de los siervos de la gleba, con amos que, si lo desean, gozan inclusive del derecho de pernada.
En tanto, los humanos continúan creciendo en un ambiente que los llena de estímulos al azar, lleno de situaciones inesperadas de prueba-y-error. Eso es lo que les otorga esa inasible diferencia cualitativa, lo que les da el don supremo de la toma de decisión en lo que transcurre un latido de corazón. El humano se autoconcede el ejercicio de la duda, ejercicio que puede destruir sin remedio la mente de un azi, que no está programado para dudar.
Esa misma duda que humanizó a Descartes, es la que finalmente desequilibra la balanza. Eternizarnos a través de nuestra mente transferida a una carne renovada no es la solución. Parece tentador pero la lección puede ser terrible porque, ¿quién quiere repetir eternamente sus errores?
Mónica Sacco
2 comentarios:
"La eternidad no tiene sentido para los humanos". Sin duda alguna, la eternidad sólo acaecería en la reiteración de la codena a la que hemos de estar sujetos, a la de renacer en el mismo error, para nunca poder abandonarlo, resurgir para padecer una vez más un ciclo repetitivo y reiterativo de la imperfección. La muerte es gloria para aquél que ha perdido su libertad al tener que revivir lo que atrás le produjo derrota. Muy buena entrada.
Gracias Alucard, has captado el concepto que hemos tratado de transmitir, lo que Cherryh plasmó en esta excelente novela.
Saludos
Lilián
Publicar un comentario