EL MOTIVO
Hace rato que ella bordea la cornisa. Camina, la cabeza gacha, arrastrando los pies, hacia su trabajo, que odia. Tiene la indefinición de los cuarenta y tantos marcándole la columna: no es linda, ni fea, no es alta, ni baja, un rostro pálido que frunce el ceño, rodando por las calles atestadas de Once.
Trabaja en una importadora de productos “made in Taiwan” esos que se venden a todo por dos pesos. A pesar de tener título universitario, se dedica durante nueve horas de Lunes a Viernes, a imputar en la PC boletas de movimiento de la mercadería. Una tarea por la que recibe un sueldo con el que apenas sobrevive. Encerrada en un cubil de dos por dos, lleno de cajas amontonadas, donde apenas tiene lugar para apoyar la cartera y el abrigo.
Pero ella lo prefiere así. Saluda parca a sus compañeros de infortunio, con el primer café que parece petróleo ya está la pila de comprobantes esperándola. Es todo lo que ha podido conseguir, una pantalla en fondo negro. titilando con letras verdes y minúsculos casilleros que completa con la velocidad de la experiencia.
A su Jefe le agrada esa mujer callada que entra como un fantasma y apoya el traste para no volver a levantarlo hasta la hora del almuerzo. Breve intervalo en que come un yogur, mirando distraída por la vidriera del bar. Le gusta observar el paso de la gente, su cabeza es una calculadora descompuesta que da cifras imposibles, se tilda en “error”, pero no siempre fue así.
Vive en un departamento no mucho mas grande que el cuartucho de la oficina. Tiene la mesa de luz repleta de remedios: un cóctel de antidepresivos y sedantes. Se los fueron dando, cuando dejó de dormir. La habían echado de su trabajo de años, al cerrar la empresa. El médico diagnosticó: ansiedad. Los diarios publicaron: trepa el desempleo al 20%.
Fue duro patear por las agencias, sintiéndose como el regreso de los muertos vivos, una especie de material radiactivo decantado, del que todos huyen. Después murió su madre, último eslabón con la palabra familia. Se siente perdida los Domingos, sin hacer el largo viaje para verla en el geriátrico. Por alguna razón no se acuerda de su cara, sino de las palomas que alimentaban las dos con los restos de la merienda. La quiso a su modo, incapaz de decírselo. El médico concluyó: depresión.
Luego empezaron a aparecer figuras fantasmales que la señalaban con el dedo, acusadoras, plantadas en el umbral entre vigilia y sueño. El médico anotó: alucinaciones. Por cada uno de los episodios se fue agregando una pastilla nueva. Ahora duerme mas de la cuenta, al despertar por la mañana, escurre de un baño de plomo en los pies. No tiene mas sueños. No se inquieta por los titulares de los diarios. Ni por los mediocres programas de televisión.
Ella tiene un amante de años. Un hombre que la visita de vez en cuando. Le prepara café que sirve con budín de chocolate, comprado especialmente para él (a ella no le gusta el chocolate). Desde hace un tiempo su cuerpo es un murallón infranqueable. Por mas que el hombre la escarba, la chupa y la amasa, no siente nada. No siempre fue así.
Hubo un tiempo en que le gustaba, le gustaban las manos fuertes del hombre que la sacudían y su propio cuerpo sudoroso. Eran instantes donde perdía su habitual palidez, encendida como una estufa de cuarzo. Lo que queda, es la dureza de la carne que se resiste a cualquier intento de amor y la mirada vacía que contempla el techo, preguntando cuando termina todo.
A medida que se pierde en los laberintos del vacío emocional, el hombre más insiste en montarla. Pensando tal vez, que el frenesí del sexo sea un exorcismo para liberarla del hielo. Ella no entiende esa actitud, pero no se opone, piensa que no es un mal tipo, es lo que hay. Alguien que se desliza con la aceitada maquinaria de la costumbre, alguien al que no es necesario hablar demasiado, un ser con el que puede hacer durar los silencios.
Pese al embotamiento afectivo, encuentra instantes en que la puerta se abre con sigilo y ella observa el panorama, casi idéntica a la mujer que sentía. Quizás el perfil del hombre dormido, un chico que se la queda mirando en la calle, un perro flaco husmeando en la basura, o un viejo pidiendo por las mesas de un bar, los ojos enloquecidos, bastan para que las lágrimas se deslicen quietas. Son pequeños lapsos, espaciándose a medida que el frío hace estragos en su corazón y el cuerpo gana peso.
Por las tardes, se sienta largo rato al volver de la oficina con la televisión prendida, sin ver nada. Permanece en tal estado de calma que se pregunta si la vida no será una ilusión de magos de circo y ella hace rato que está muerta. Lee los prospectos de la medicación y se percata que los médicos juegan con fuego, pero jamás pregunta ni se resiste a las indicaciones. Los días se entrelazan uno tras otro, formando un cordón ajustado que la ciñe sin permitir movimiento alguno.
Un día el hombre se queda a dormir y ella despierta en medio de la noche, extrañada por el peso de otro cuerpo en su cama. La mente se le ha despistado y
aunque intente volver al carril, una sensación de futilidad le produce cansancio infinito. Se deja llevar y va hasta la cocina donde abre las llaves del gas. Todas las ventanas están cerradas. Hace frío y el vapor se forma cuando sopla sobre el vidrio, un modo pueril de comprobar que aún respira. Se acuesta pero no toca al hombre, permanece quieta boca arriba unos minutos. Después se da vuelta para prender el velador y mira todos los remedios, ensimismada.
Se oye un clic pero no es el velador que se apaga, mas bien algo que se enciende en ella, quizás el último chispazo que le devuelva la magia del circo. Un temblor y se levanta. Se viste en puntas de pie, sin hacer ruido. Toma de su escondite los pocos pesos que le quedan. En una bolsa mete todas las pastillas y las deja en el cesto de basura. Se toma un minuto más para mirar desde la puerta del dormitorio, la figura del hombre, que ronca combinando soplidos. Muy despacio, abre la puerta del departamento y sale. Ni un sonido se escucha al cerrarla. Se abotona la campera gastada y con las manos en los bolsillos camina hacia el ascensor y luego se pierde en la noche.
Lilián Cámera
Hace rato que ella bordea la cornisa. Camina, la cabeza gacha, arrastrando los pies, hacia su trabajo, que odia. Tiene la indefinición de los cuarenta y tantos marcándole la columna: no es linda, ni fea, no es alta, ni baja, un rostro pálido que frunce el ceño, rodando por las calles atestadas de Once.
Trabaja en una importadora de productos “made in Taiwan” esos que se venden a todo por dos pesos. A pesar de tener título universitario, se dedica durante nueve horas de Lunes a Viernes, a imputar en la PC boletas de movimiento de la mercadería. Una tarea por la que recibe un sueldo con el que apenas sobrevive. Encerrada en un cubil de dos por dos, lleno de cajas amontonadas, donde apenas tiene lugar para apoyar la cartera y el abrigo.
Pero ella lo prefiere así. Saluda parca a sus compañeros de infortunio, con el primer café que parece petróleo ya está la pila de comprobantes esperándola. Es todo lo que ha podido conseguir, una pantalla en fondo negro. titilando con letras verdes y minúsculos casilleros que completa con la velocidad de la experiencia.
A su Jefe le agrada esa mujer callada que entra como un fantasma y apoya el traste para no volver a levantarlo hasta la hora del almuerzo. Breve intervalo en que come un yogur, mirando distraída por la vidriera del bar. Le gusta observar el paso de la gente, su cabeza es una calculadora descompuesta que da cifras imposibles, se tilda en “error”, pero no siempre fue así.
Vive en un departamento no mucho mas grande que el cuartucho de la oficina. Tiene la mesa de luz repleta de remedios: un cóctel de antidepresivos y sedantes. Se los fueron dando, cuando dejó de dormir. La habían echado de su trabajo de años, al cerrar la empresa. El médico diagnosticó: ansiedad. Los diarios publicaron: trepa el desempleo al 20%.
Fue duro patear por las agencias, sintiéndose como el regreso de los muertos vivos, una especie de material radiactivo decantado, del que todos huyen. Después murió su madre, último eslabón con la palabra familia. Se siente perdida los Domingos, sin hacer el largo viaje para verla en el geriátrico. Por alguna razón no se acuerda de su cara, sino de las palomas que alimentaban las dos con los restos de la merienda. La quiso a su modo, incapaz de decírselo. El médico concluyó: depresión.
Luego empezaron a aparecer figuras fantasmales que la señalaban con el dedo, acusadoras, plantadas en el umbral entre vigilia y sueño. El médico anotó: alucinaciones. Por cada uno de los episodios se fue agregando una pastilla nueva. Ahora duerme mas de la cuenta, al despertar por la mañana, escurre de un baño de plomo en los pies. No tiene mas sueños. No se inquieta por los titulares de los diarios. Ni por los mediocres programas de televisión.
Ella tiene un amante de años. Un hombre que la visita de vez en cuando. Le prepara café que sirve con budín de chocolate, comprado especialmente para él (a ella no le gusta el chocolate). Desde hace un tiempo su cuerpo es un murallón infranqueable. Por mas que el hombre la escarba, la chupa y la amasa, no siente nada. No siempre fue así.
Hubo un tiempo en que le gustaba, le gustaban las manos fuertes del hombre que la sacudían y su propio cuerpo sudoroso. Eran instantes donde perdía su habitual palidez, encendida como una estufa de cuarzo. Lo que queda, es la dureza de la carne que se resiste a cualquier intento de amor y la mirada vacía que contempla el techo, preguntando cuando termina todo.
A medida que se pierde en los laberintos del vacío emocional, el hombre más insiste en montarla. Pensando tal vez, que el frenesí del sexo sea un exorcismo para liberarla del hielo. Ella no entiende esa actitud, pero no se opone, piensa que no es un mal tipo, es lo que hay. Alguien que se desliza con la aceitada maquinaria de la costumbre, alguien al que no es necesario hablar demasiado, un ser con el que puede hacer durar los silencios.
Pese al embotamiento afectivo, encuentra instantes en que la puerta se abre con sigilo y ella observa el panorama, casi idéntica a la mujer que sentía. Quizás el perfil del hombre dormido, un chico que se la queda mirando en la calle, un perro flaco husmeando en la basura, o un viejo pidiendo por las mesas de un bar, los ojos enloquecidos, bastan para que las lágrimas se deslicen quietas. Son pequeños lapsos, espaciándose a medida que el frío hace estragos en su corazón y el cuerpo gana peso.
Por las tardes, se sienta largo rato al volver de la oficina con la televisión prendida, sin ver nada. Permanece en tal estado de calma que se pregunta si la vida no será una ilusión de magos de circo y ella hace rato que está muerta. Lee los prospectos de la medicación y se percata que los médicos juegan con fuego, pero jamás pregunta ni se resiste a las indicaciones. Los días se entrelazan uno tras otro, formando un cordón ajustado que la ciñe sin permitir movimiento alguno.
Un día el hombre se queda a dormir y ella despierta en medio de la noche, extrañada por el peso de otro cuerpo en su cama. La mente se le ha despistado y
aunque intente volver al carril, una sensación de futilidad le produce cansancio infinito. Se deja llevar y va hasta la cocina donde abre las llaves del gas. Todas las ventanas están cerradas. Hace frío y el vapor se forma cuando sopla sobre el vidrio, un modo pueril de comprobar que aún respira. Se acuesta pero no toca al hombre, permanece quieta boca arriba unos minutos. Después se da vuelta para prender el velador y mira todos los remedios, ensimismada.
Se oye un clic pero no es el velador que se apaga, mas bien algo que se enciende en ella, quizás el último chispazo que le devuelva la magia del circo. Un temblor y se levanta. Se viste en puntas de pie, sin hacer ruido. Toma de su escondite los pocos pesos que le quedan. En una bolsa mete todas las pastillas y las deja en el cesto de basura. Se toma un minuto más para mirar desde la puerta del dormitorio, la figura del hombre, que ronca combinando soplidos. Muy despacio, abre la puerta del departamento y sale. Ni un sonido se escucha al cerrarla. Se abotona la campera gastada y con las manos en los bolsillos camina hacia el ascensor y luego se pierde en la noche.
Lilián Cámera
2 comentarios:
esa noche, ella sabía de su regreso.
Una pregunta en la noche. El regreso de los muertos vivos o el regreso a lo por- venir? De cualquier forma acto al fin
Lilián
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