sábado, 29 de marzo de 2008

EL AZUL CIELO DE TUS OJOS

"Pudorosa" Obra de Mariana Volponi
expuesta en la muestra Combi


Melancólicas sonrisas iluminaban los ojos de aquella estatua con piel que sostenía la vida.
Quería regalarles el saber y la experiencia; contarles lo que significaba tener una familia. Cada uno ocupaba su lugar, eran pequeñas piezas de su mundo amar-molado, sin asperezas.
No eran juguetes sino los pupilos del alba, patitos que llevaba detrás.
Escondía sus ojos en gafas transparentes que causaban el efecto opuesto, los hacían llamativos, vívidos y penetrantes, humanos, y queribles.
Se la veía descansando, siempre todo estaba hecho.
Se la veía frente al mate y la pava una y otra vez, era su ritual, su mito.
Era redonda, porque era perfecta, tan así como la mesita azul circular que sacábamos al patio para jugar a las cartas.
Cajas transparentes de acrílico que encerraban cartas gastadas con olor a viejo pero con contenidas sensaciones de sus manos de alpaca.
El círculo del aura de sus hombros delineaba la rosada robustez que marcaba la pudorosa huella de los días sobre cielos entrelazados de parra y sombra.
Escalones de asombro nosotros tres escalábamos cuando contaba el pozo de la canasta.
Su vida era inmensa y contagiosa.
Un perfecto te con limón en las tardes de invierno y una exquisita sopa al llegar la noche. Adorablemente amable y risueña escondida en aspecto dictador y alemanote de inmensidad mezclada con elegancia.
Usaba chal, tenía juanetes y un lugar exclusivo de “terapia” para sus helechos. Era rosada y coqueta, con uñas siempre pintadas. En verano frutas y jazmines recién cortados.
La medida, la palabra justa y equilibrada en el momento perfecto.
Pero un día enfermó.

Derrumbándonos todos como piezas de dominó bien acomodadas, comenzamos a caer en cámara lenta… junto con ella.
Su tres de corazones era para sus nietos. Sus colores para sus hijas y sus ojos profundos e infinitos para sus hijos muertos.
Comenzó teniendo imágenes confusas, sobre personas y perros que venían a buscarla, era negro. Vio a todos sus hermanos que no estaban, invitándola a una cena sospechosa y poco común. Ya tenía dificultad para respirar.
Luego, unos tosidos extraños imitando Lobos Marinos en agonía.
Así como la falta de aire se apoderaba de ella extendió sus manos, flacas e insomnes, llenas de poca vida y sostuvo con gran delicadeza a sus dos hijas.
Luego de algún minuto interminable poco a poco decidió que ya no quería ver y cerró por última vez sus párpados, bajó esas preciosas persianas y nos privó de ver por última vez sus hermosos ojos infinitos. Dolía. Pero hizo bien, porque ya no tenían vida.
Luego todo fue llanto y desolación, jazmines sin perfumes, rosas deshojadas, marchitas, sin razón. Ya no estaba su eterna investidura de mármol, no ya las tardes de magias y cartas.
Ya no los té perfectos, no más los pozos de canasta, no la sopa caliente ni los estofados de domingo. Ya no dolían los juanetes, ya no respiraba (con dificultad). No respiraba.
Ya no existía terapia para sus helechos, ahora todos debían morir.
Ya no estabas aquí.

Nuestro consuelo quizás fue pura ilusión, pensamos que tuviste la muerte que deseaste, que como nos enseñaste, todos tienen lo que merecen.
A ti te tocaba lo más hermoso en la vida de una madre. Viste el rostro de tus dos hijas al cerrar los ojos a ésta vida y viste el rostro de tus dos hijos varones al entrar en la eterna siesta del alma, en campos del Señor, donde pertenecía el azul cielo de tus ojos.


Vanesa Aldunate

A Carmen Haberkorn

viernes, 14 de marzo de 2008

CYTEEN: EL PRECIO DE LA ETERNIDAD



Alcanzar la vida eterna. O por lo menos, la juventud eterna. Desde lo profundo de la Historia es el deseo primero y último, el que empuja a los hombres a la hazaña. Gilgamesh fue en busca de los mismos dioses para robarles el secreto de la inmortalidad. Fausto vendió su alma a cambio de juventud. Más de tres mil años separan al gran poeta anónimo del gran Goethe, pero el conflicto es el mismo: perdurar, a cualquier costo.. Por supuesto, la inmortalidad ya estaba más o menos prevista. "Creced y multiplicaos", "el llamado de la especie" y demás que nos hacen transmitir nuestra carga genética de generación en generación. Pero al humano no le basta con asegurar la continuidad de la especie: pretende la continuidad del individuo. Se anhela la eternidad de la carne. La materia ante todo.
Tan atractivo resulta ese estilo de inmortalidad que empujó a la ciencia a arrasar con sus propias fronteras. Así, lo que en una época fue literatura de ciencia-ficción, Crick y Watson demostraron que era nada más que química; Wilmut y Campbell dieron un paso más adelante y consiguieron replicar exactamente a Dolly desde el primer hasta el último nucleótido mediante lo que conocemos como clonación (del griego "klon": retoño). ¿Un pie en el umbral de la eternidad? Casi. Dejando de lado los molestos pruritos éticos y morales, podríamos arriesgarnos a decir que la eternización de los seres humanos está al alcance de la mano. Por lo menos, en su constitución genética o genotipo y su aspecto exterior o fenotipo. Conociendo a la especie, podemos asegurar que vamos por el buen (?) camino: hemos logrado fotocopiarnos.
Sólo que el fascsímil no basta. Es nada más que una "réplica parental", según la definición de C.J.Cherryh. Y no alcanza. Para que el ser perdure, debe perdurar también la mente. ¿Se puede clonar la mente? Se puede intentar. El programa no es sencillo ni económico. Deben reproducirse con precisión todos y cada uno de los instantes de la vida del "original", hasta los detalles nimios de un resfrío, una menarca temprana y una madre castradora o permisiva. Forzar su ocurrencia, si es necesario, para que la "réplica" se convierta en un nuevo "original", con toda la carga completa de experiencias que lo convierten en su antecesor. No tu padre o madre; ni siquiera un gemelo. Se trata de convertirte en la misma persona, con idénticas ideas, sentimientos, vicios y virtudes. Literalmente, renacer. Hemos atrapado a la eternidad.
Pero, ¿a qué precio? ¿Dónde queda el libre albedrío, si nos vemos obligados a revivir una y otra vez la vida del "original"? ¿Cuándo comienza la vida del nuevo ser, si debe repetir sin lugar a error la de otro a quien sucede? ¿Cómo escapar a esa planificación absoluta? El razonamiento del planificador es impecable y no habría modo de escapar, salvo por un pequeñísimo error. El error de Kant.
Sí, es cierto que nuestra percepción del mundo nos dice cómo es el mundo y que ella es la que genera el tiempo y la condición. No sabemos si somos la mariposa que soñó ser un hombre o el hombre que soñó que era mariposa, porque nuestros sentidos podrían estar engañándonos eternamente y nosotros no comprenderlo jamás. Pero hay algo respecto de lo cual es imposible engañarnos: nosotros mismos. Tenemos la experiencia directa, que no depende de nuestra percepción del exterior. Esa percepción sin intermediarios en la que en definitiva, dicta cómo somos, qué hacemos y cómo reaccionamos ante los estímulos que provienen de esa realidad individual que nos da nuestra percepción consciente. Se le escapó a Kant, lo pensó Schopenhauer, lo confirmó Freud.
Ese es el defecto que hará que la "réplica" sea, finalmente, distinta al "original". Que no respete sus deseos; que tenga nuevas ideas, diferentes, opuestas. Que, incluso, posea una moral y una comprensión de los hechos completamente diversas a las de su antecesor.
Esa es la lección de "Cyteen": la eternidad no tiene sentido para los humanos. No lo tiene porque de otro modo no habría evolución. Evolucionamos porque somos imperfectos y mortales. Intentamos mejorarnos con cada paso que da la especie, natural o artificial, pero siempre queremos más, nada más que porque no somos perfectos. La perfección es estasis; la inmortalidad y la eterna juventud son perfección. La perfección no crea, no avanza, no se reproduce. No necesita de clones. La evolución seguirá valiéndose de herramientas que ahora quizás nos parezcan inmorales o antiéticas, pero no se cortará los pies a sí misma.
¿Demasiada filosofía para un libro de ciencia-ficción? Es que la ciencia-ficción es hija dilecta de la filosofía, porque nadie es tan osado u osada como para responder a la pregunta por las causas primeras con el futuro, en lugar del pasado.
Cherryh propone en “Cyteen” un futuro humano probable y sin embargo, totalmente ajeno al de la madre Tierra. Un futuro en la que en el planeta natal queda poco espacio y ya hay generaciones que nacieron en el espacio exterior, muy lejos del sistema original, y con las mismas necesidades básicas que en la Tierra: crecer y multiplicarse para prosperar. La población natural y sus formas habituales de reproducción no son suficientes para poblar mundos hostiles, y se recurre a los úteros mecánicos y a la clonación de humanos y “azis”. Los azis también son tan de carne y hueso, y tan clones y objeto de manipulación genética como los humanos, pero la diferencia fundamental con éstos es su educación: reciben información a partir de programas específicos desde el mismo momento de su nacimiento. Semejante formación — que genera desde sirvientes de escasas luces y emociones estables hasta genios al borde de la locura, pasando por ejércitos soberbiamente preparados para exterminar y sobrevivir — no exime a los azis se ser “propiedad privada” de sus amos humanos. Son el equivalente futurístico de los siervos de la gleba, con amos que, si lo desean, gozan inclusive del derecho de pernada.
En tanto, los humanos continúan creciendo en un ambiente que los llena de estímulos al azar, lleno de situaciones inesperadas de prueba-y-error. Eso es lo que les otorga esa inasible diferencia cualitativa, lo que les da el don supremo de la toma de decisión en lo que transcurre un latido de corazón. El humano se autoconcede el ejercicio de la duda, ejercicio que puede destruir sin remedio la mente de un azi, que no está programado para dudar.
Esa misma duda que humanizó a Descartes, es la que finalmente desequilibra la balanza. Eternizarnos a través de nuestra mente transferida a una carne renovada no es la solución. Parece tentador pero la lección puede ser terrible porque, ¿quién quiere repetir eternamente sus errores?
Mónica Sacco